Wednesday, June 27, 2012

PUEBLO Y POLÍTICA

PUEBLO Y POLÍTICA

         Chencho Alas

MONCADA

         Fernando Lugo, el Obispo católico devenido presidente de Paraguay hace cuatro años, dejó su cargo el pasado viernes por la noche después de un juicio sumarísimo en su contra por parte del Senado de ese país. No se le dio el tiempo debido para defenderse de las acusaciones que se le hacían, “el mal desempeño de sus funciones en el desalojo violento que se desarrolló” hace una semana “en un predio de unas dos mil hectáreas, reclamadas como propias por el ex senador colorado Blas Riquelme, que dejó seis policías y once campesinos muertos”. Sus mismos acusadores se convirtieron en jueces. Dada la flagrante violación del derecho de defensa que asistía a Lugo, UNASUR Y MERCOSUR, dos organismos multilaterales latinoamericanos, han amenazado expulsar a Paraguay. Los golpes de estado, camuflados o no, se siguen dando en nuestro Continente.

A propósito del caso de Fernando Lugo e independientemente de la legalidad del proceso que se le siguió, me bullen en la cabeza preguntas y dudas que deseo presentar en las líneas que siguen.

Antes de su participación en la política, Fernando Lugo era Obispo de una de las zonas más pobres de Paraguay. Logra llegar al poder gracias al apoyo de una alianza de partidos de izquierda, organizaciones sociales, gremiales y campesinas y del Partido Liberal Radical Auténtico de tendencia centrista. Fernando Lugo es testigo de la pobreza y miseria en que vive su pueblo, busca un camino para ayudarlo y elige la participación directa en el servicio público, lo que le lleva a la presidencia del país. Las preguntas que me hago son las siguientes: ¿Estaba preparado Lugo para ser elegido presidente de Paraguay? ¿Es suficiente estar consciente de las angustias vitales de un pueblo para saltar a ocupar cargos públicos? Las mismas preguntas podemos hacérnoslas respecto a Jean Bertrand Aristide, sacerdote católico de Haití, que también fue depuesto de su cargo de presidente, en su caso, con la intervención directa de los Estados Unidos.

¿Qué se requiere para ser presidente, ministro, diputado, alcalde…? Yo diría conocimiento y experiencia; no basta la buena voluntad o el deseo de servir a su pueblo. Se necesita conocimiento de la cosa pública. Un estado no es la oligarquía y el ejército con la policía, no es una empresa privada, no es una diócesis, no es un gremio, no es un centro de estudios. Un estado es la nación con su territorio soberano y su pueblo que exige o debería de exigir su participación en la vida política, en la economía, en el entramado social, en los bienes de la cultura. Tener el conocimiento de estas exigencias, saberlas interpretar, entender el cómo se pueden convertir en un plan de nación con sus respectivos programas y actividades correspondientes es lo que se le debería de exigir a un servidor público ya sea para ocupar la primera magistratura o los puestos de menor rango.

No basta solo el conocimiento, es necesaria también la experiencia. No es lo mismo ocupar la silla presidencial o estar frente a una cámara de TV. Son dos cosas muy diferentes. En El Salvador tenemos la experiencia con Mauricio Funes, un presidente mediocre que un día tira para un lado y al siguiente para el otro pero brillante como periodista. La experiencia se adquiere en la política haciendo política que está íntimamente ligada a la economía, a las estructuras sociales, a la vida cultural.

En nuestros países, en la mayoría de los casos, se aspira a ocupar puestos públicos por las prebendas que se espera obtener: dinero y poder. Es común que un ganadero o tendero quiera ser alcalde o diputado o que un empresario lance su candidatura para presidente. ¿Qué se obtiene con eso? Que el tendero sea el nuevo rico del pueblo, que el empresario privatice los bienes de la nación para poder saltar a ser un nuevo millonario o multimillonario. El ejemplo más nítido lo tenemos en los cuatro presidentes de ARENA con el agravante de la corrupción. ¿Dónde están los 250 millones de dólares que desaparecieron con Elías Antonio Saca?

En mi vida he tenido muchas anécdotas y más de alguna ha sonado a fantasía. Les cuento la siguiente: Llegué a los Estados Unidos en Mayo de 1977. La guardia no me daba cuartel y por voluntad de Mons. Romero tuve que dejar el país. Ya para entonces, dos sacerdotes amigos míos habían sido asesinados, el P. Rutilo Grande y el P. Alfonso Navarro. Me establecí en Washington, DC en donde comencé a trabajar en la denuncia de las violaciones de los derechos humanos en mi país y en la organización de mis compatriotas y los nicaragüenses que querían el fin de los Somoza. Ya para entonces, existían muy buenas organizaciones de salvadoreños en California que tenían los mismos objetivos y a las que me invitaban. Nuestras reuniones eran abiertas y en ocasiones participaban empleados del gobierno del Presidente Carter. En una de esas ocasiones, poco antes del golpe de estado de 1979,  se me acerca un alto funcionario del Departamento de Estado a quien había visto en otras ocasiones pero desconocía quién era. Después de presentarse, me ofrece la presidencia de El Salvador; así de sencillo, me dice que puedo ser candidato a presidente. Sin duda ninguna, sabía del golpe de estado que se le iba a dar al general Romero en el mes de octubre. De inmediato le respondí que no tenía las cualidades para una posición semejante. Él me dijo: usted es querido por gran parte de su pueblo. Yo le respondí: eso no basta y agregué, no sé cómo organizar una campaña electoral ni tengo dinero. Él me dijo: de eso nos encargamos nosotros. Le dije que no sabía cómo presidir un país y el respondió: nosotros lo sabemos. Concluí que querían un monigote en la silla presidencial y tampoco tenía vocación para ello. Me pregunto ahora: ¿Cuántos monigotes hemos tenido en América Latina? No sé.

Concluyo: ya es hora que unamos dos palabras: pueblo y política.

Austin, Tx, 26 de junio de 2012


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