DESTRUCCIÓN DEL
MURAL DE CATEDRAL EN SAN SALVADOR
Chencho Alas
“Cosas veredes, Sancho amigo”, le decía don
Quijote a su compañero de aventuras. Esto mismo se puede repetir hoy ante el
destrozo del mural que adornaba la fachada de la catedral de San Salvador, El
Salvador, un país pobre en manifestaciones artísticas. Prueba de ello, la misma
estructura mastodóntica de la catedral diseñada y construida por quien fuera el
suegro de Napoleón Duarte, quien no era ni arquitecto ni ingeniero.
El
mural era una síntesis teológica. En la parte más alta se encontraban las
banderas de nuestro país y de la ciudad capital simbolizando el espacio y el
tiempo, dos elementos esenciales a la idea de país y a la época en que se vive.
En segunda fila, la última cena, la primera celebración de la Eucaristía por
Jesús y sus apóstoles con algo muy simbólico, un azulejo con las letras O y R,
o sea, la mención de Mons. Oscar Romero. De la mesa sagrada fluía la paz
simbolizada por las palomas, por la seiba y por la cruz. Para los Mayas la
seiba ha simbolizado la paz, el lugar de reuniones para solventar problemas o
para planificar el crecimiento de un pueblo.
La
teología tiene sentido de compromiso cuando se encarna en el tiempo, en el
espacio y en la ecología de un pueblo. Eso es lo que estaba plasmado en los
frutos del campo, el sagrado maíz, el machete y el tecomate, instrumentos de
trabajo de los campesinos. Línea tercera.
Más
abajo la pareja de campesinos, mujer y hombre, productores invisibles de lo más
necesario para un pueblo, los alimentos. Al introducir estos dos símbolos
Fernando, de manera atrevida, nos inducía a valorar a los más pobres de nuestro
país, sin los cuales no podemos vivir los citadinos. En la última fila nuestra
mirada se centraba en los ángeles protectores de nuestra ciudad.
Hay que
conocer un poquito a Fernando para entender la profundidad de su mensaje
plasmado en más de 2,500 azulejos. Le conocí cuando era un joven universitario
inquieto e idealista, quien deseaba ser sacerdote. En una visita al Vaticano hablé
con un Cardenal francés cuyo nombre no recuerdo, y le solicité que admitiera a
Fernando en su seminario. Después de dos años de estudios eclesiásticos en la
ciudad de Lyon no se sintió seguro de su vocación y decidió ir a estudiar arte
en Bélgica. Poco tiempo después de su regreso en el país se fue a vivir a La
Palma, Chalatenango, en donde creó con los jóvenes campesinos de la zona una
escuela de arte y de artesanías muy conocidas en un buen número de países. Según
lo que me decía Fernando en cada sesión de trabajo primero leía y comentaba la
Biblia a sus alumnos durante una hora y luego les impartía la clase de arte.
Fruto de estas enseñanzas es la Palma, pequeña ciudad del norte dedicada a las
artesanías, cuna de pintores.
La
destrucción del mural ordenada por el Arzobispo José Luis Escobar Alas, la
catedral es su cátedra, es una pérdida histórica, es sacarle al tiempo y al
espacio un elemento de belleza necesario para la espiritualidad. Constituye
también un acto de violencia y de falta de respeto a Fernando y al pueblo en un
país que ocupa el segundo lugar en el crimen. No se le comunicó a Fernando la
decisión de destruir el mural, la obra más importante de su conocida
trayectoria de artista laureado, lo cual constituye un pecado de omisión por la
violencia ejercida en el pintor, una violencia que va más allá de las heridas
físicas. Todo pareció que se quiso hacer a escondidas, cuando el pueblo estaba
ocupado en celebrar sus fiestas de fin de año. Los tribunales correspondientes
deberían de llevar a corte este hecho para poner paro a cualquier otro desmán
de eclesiásticos iconoclastas.
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